domingo, 7 de agosto de 2011

EN VILLA DEL PLATA VIVE UNA VECINA QUE VALE ORO

El sol ofrece un tibio abrigo en la tarde de invierno. Bien arropada y sentada en la galería de su casa, doña Antonia nos recibe para compartir sus recuerdos y se presta, locuaz y memoriosa, a contarnos momentos de una vida que, el 11 de julio cumplió los cien años.







De Villa Urquiza a Villa del Plata



Nacida en Merlo, en la provincia de San Luis, Gualberta Antonia Agüero –tal su nombre completo- llega a Buenos Aires muy joven, para desempeñar tareas domésticas en una casa de familia.

Al tiempo conoce a Valerio Merino, alto y apuesto, con quien se une en matrimonio y forman su hogar en Villa Urquiza, a seis cuadras de la Avenida General Paz y Constituyentes.

Desde allí cada día el esposo viaja de madrugada hasta Dock Sud, para trabajar en el Frigorífico Anglo como despostador. Compañeros de trabajo lo entusiasman hablándole de terrenos en venta en la zona de Florencio Varela donde ya muchos de ellos han adquirido lotes y empezado a construir sus casas. Antonia y Valerio se deciden e invierten a futuro; la familia ya había crecido con la llegada de Jorge y, seis años después, de Hugo, niños por ese entonces. Con sacrificio y con el trabajo de todos van apilando ladrillos para alcanzar el techo propio.

De lunes a viernes, el frigorífico y las tareas domésticas en casas ajenas; el fin de semana, al terreno, donde comienza a tomar forma la humilde vivienda. Desmalezar el predio, amasar barro y cemento para levantar paredes … No hay provisión de agua, hay que caminar largos trechos con baldes para traerla … La luz no ha llegado … El trabajo es duro. El matrimonio y los niños no saben de descanso.

El país vive los últimos meses de Perón en el gobierno; es 1955. El bombardeo a los tanques de reserva de gas cercanos a su vivienda, en Villa Urquiza, los decide. El miedo y la zozobra vividos durante la llamada Revolución Libertadora los convencen y se mudan a Florencio Varela en busca de paz y sosiego. A esta Villa del Plata donde ya están instalados compañeros de trabajo de Valerio que, de ahora en más, son también vecinos.

Ya viven allí los Ferrari, en cuyo corralón compran los ladrillos y los materiales para la construcción; los Del Balso; Sarracini, que abre una carnicería y aprende de Valerio a despostar las reses; Locatelli, propietario de la forrajería en la que pueden comprar el carbón y algunos insumos … pero poco más.

Recuerda Antonia que para las compras de almacén debían caminar hasta «lo de Angarola» (Avenida San Martín y Humberto 1º, hoy Sallarés); el pan era de «la Santa Rita» (Avenida San Martín casi esquina Vásquez) y, si había algún enfermo, el viaje era hasta el Hospital «Evita», en Avellaneda, porque en el Boccuzzi la atención era precaria.

Jorge, el mayor de los hijos que al mudarse a Villa del Plata había concluido la escuela primaria , interviene en la charla para recordar a un médico al que solían convocar cuando era necesario; el doctor Grinstein –acota- quien solía venir «en un cacharro viejo que tenía, o con botas de goma, impermeable y paraguas, entre el barro, los días de lluvia, desde Zeballos … Pero era el único».



El tren que no está



La calle en que viven, Río Negro –Antonia tiene su casita al frente del terreno y Jorge y familia, al fondo- aún es de tierra. El transporte público, sesenta años atrás casi no existía –rememoran- «apenas el ramal 2 del Blanquito».

Valerio y sus compañeros del frigorífico viajaban en el Provincial, al que abordaban –a las 3.20 de la madrugada- en la parada del Kilómetro 40. De regreso descendían en la estación Monteverde y de allí, a pie hasta casa, luego de una agotadora jornada laboral.

Antonia también viaja hacia su trabajo en el Provincial, hasta Monte Chingolo para, desde allí, llegar hasta Lanús. «Las casas eran pocas –evoca- y desde la ventanita de la cocina se veía la luz del tren cuando cruzaba el puente de hierro (en Zeballos). Iluminaba toda la zona. Esa era la señal de que había que apurarse para llegar a la parada aunque –agrega- el convoy disminuía la velocidad al llegar al Kilómetro, para dar tiempo a los remolones que pudieran haberse quedado dormidos».



Apenas un siglo …



Con los años fueron llegando el 324, Expreso Primera Junta, que vincula al barrio con Quilmes, y el 148, El Halcón, hacia Capital, cuya entrada marcó el inicio del crecimiento de la zona.

Atrás quedaron las largas caminatas hasta los comercios de Varela para aprovisionarse, o hasta la parada del Provincial para llegar al trabajo.

Atrás, la azada y el rastrillo para cuidar la quinta que los proveía de verdura fresca, el accionar de la bomba para extraer agua y la heladera a querosene.

Hoy, como ayer, Antonia no muestra pereza para entrar a la cocina y en un generoso caldero combinar legumbres, verduras y carnes –cual centenaria hechicera- para guisar un humeante y sabroso locro, tentador manjar que suele compartir con familiares y amigos.

Sus manos, que descansan sobre la falda en esta tibia tarde de invierno, fueron sus incansables herramientas, para empuñar la pala, enhebrar hilos y lanas, combinar sabores y prodigar caricias. Antonia suma en su haber cinco nietos y ocho bisnietos. También, un montón de amigos que enfrentaron, junto a ella, la aventura de trabajar para dar vida a un barrio cuando aún no habían llegado allí el agua, la luz ni el asfalto …

Un barrio que hoy se ilumina en la celebración y el reconocimiento a una vecina que sopló un centenar de velitas
 
Por: GRACIELA LINARI
Palabras con Historia


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